jueves, 3 de octubre de 2019

Trasvase




Trasvase

Hace unos años que Laura no escribe. Lejos quedaron aquellos días en los que su prolífica imaginación esparcía sobre el papel cuentos, relatos y versos de los que muchos vieron la luz en cuidadas ediciones. Ahora sobrevivía con lo que le rentaba el alquiler de su estudio.

Su vida transcurría en compañía de sus gatos en la destartalada casa de campo de sus padres, entre largas caminatas, el trabajo en el huerto y la contemplación de atardeceres.

Una tarde, después de despedirse de su hermana hasta el día siguiente, Laura tomó la ligera cena preparada por Violeta en la que siempre iba camuflada su medicación, reposando después en la mecedora del porche con un rítmico balanceo. Unos minutos más tarde un malestar se apoderó de su cuerpo que respondió arrojando fuera de sí todo cuanto había ingerido.

Al cabo de unos instantes, una espesa angustia se apoderó de ella;  brotaron lágrimas,  se agolparon  recuerdos y tomó  conciencia de su deplorable estado. Se encontraba vacía y su aspecto mostraba un abandono total.

– ¡Qué  patética! – dijo en voz alta a sus felinos.

Sintió un gran deseo de escribir. Rebuscó por toda la casa papel y bolígrafo, pero no encontró nada que se le pareciera.

Revivió esa época en la que a medida que iba emborronado cuadernos, su piel se hacía transparente, sus ojos se hundían, sus manos se volvían azules y quedaba exhausta hasta el desfallecimiento.

Cuando Violeta la encontraba en ese estado la llevaba al hospital y la acompañaba en su convalecencia el tiempo que rascaba entre trabajo y familia. Ocurría una y otra vez y ningún médico daba con su mal.

Violeta, decidió buscar soluciones. Llevó a Laura a una psicóloga que había convivido entre chamanes, tribus indígenas africanas y otras lejanas y desconocidas comunidades. La explicación de la doctora fue sorprendente: “A medida que Laura escribe, se desvanece, se trasvasa”.  “La tinta que vierte sobre el papel parece ser su propia sangre, las vidas que da a sus personajes es la suya propia”. 

Violeta, aterrada, decidió que su hermana jamás volvería a escribir y la mantenía en estado de semiinconsciencia empleando unas relajantes pastillas amarillas. La llevó a la casa de campo de la familia y se ocupó de que no hubiera ningún objeto que trazara una línea impresa ni soporte que la admitiera.

Laura ante el espejo recordaba todo lo sucedido y se sintió viva después de mucho tiempo.

Violeta aparcó el coche y  entró en la casa como cada tarde. Lo que vio la dejó sin respiración, se llevó las manos a la cara y comenzó a gritar.

Los cuadros habían sido descolgados y los muebles retirados de las paredes donde se podían leer pensamientos, poemas  y cuentos  escritos con un carbón de la chimenea con la ordenada caligrafía de Laura.

Buscó a su hermana por toda la casa sin encontrarla, en el lecho de su dormitorio sólo encontró a los dos gatos enroscados sobre la bata de Laura.

Sobre el cabecero de la cama se podía leer:

Querida Violeta,

Ahora soy lo que siempre he deseado.

Gracias por tu amor.

Laura.

El cuerpo de Laura nunca fue encontrado y según dicen la gente del pueblo,  las paredes de la casa cambian de versos, relatos  y de cuentos con frecuencia y estas historias forman parte de las que se cuentan por estos lugares en los días de tormenta alrededor de un brasero.

 


Araceli Míguez, 2015



No hay comentarios: