miércoles, 16 de octubre de 2019

La Taberna de Rob Roy





Como cada miércoles Lorna, esta tarde ataviada con un vestido de lana marrón que resalta su tez blanca y su mirada perdida, entra en la Taberna de Rob Roy portando bajo el brazo una gran carpeta negra.

Se sienta al fondo, en el último rincón, donde hay una pequeña mesa de madera que tiene grabados miles de trazos que indican nombres, fechas y frases de los que pasaron por allí con la intención de dejar su huella. Lorna abre su carpeta, organiza su pequeño set de pintura y con un gesto, pide una pinta a Albert, el camarero y dueño del local.

Hace casi tres años que Lorna frecuenta ese lugar. El olor a madera antigua y a cerveza la envuelve en una especie de tiempo pasado y los parroquianos ejercen sobre ella una fascinación especial desde el primer día que crujió la madera del suelo bajo sus pies.

Recuerda la primera vez que entró allí con un joven actor de la academia de arte dramático tutelada por Sean Connery, situada en Grassmarket. Fue a ver una obra sobre Enrique VIII, se sentó en primera fila y con sus lápices sobre su cuaderno,  fue trazando líneas y curvas que se convirtieron en cuerpos en movimiento, en luces y sombras acompañadas de palabras y frases que decían los personajes.

Jack, el actor principal, en el papel del caprichoso rey, se había fijado en la dibujante de la primera fila, mientras urdía un complot para decapitar a Ana Bolena para casarse con su nueva amante, Jane Seymour. Una vez bajado el telón salió al patio de butacas y le dijo, pillándola por sorpresa

 –Espérame cinco minutos que me cambio enseguida. Quiero ver lo que has dibujado.

Lorna como estudiante de Fine Arts, se sintió halagada por el interés suscitado y Jack le propuso tomar una cerveza para ver su cuaderno y conocer su opinión sobre su interpretación.

Se sentaron en esa misma mesa de la taberna Rob Roy que Lorna frecuentaba y mientras Jack soltaba frases amables y de admiración sobre el trabajo de Lorna, le contaba que provenía de uno de los pueblos blancos y negros de Herefordshire, donde sus famosas ovejas pastan a sus anchas y las casas blancas están cruzadas por traviesas de madera oscura. También le habló de su deseo de salir del campo y alejarse de esquilar y ordeñar ovejas.

Con tristeza relató su etapa de camarero en Cardiff, donde se había enamorado perdidamente de Alison, una mujer diez años mayor que él, casada y con dos hijos, que desayunaba cada mañana en el bar donde trabajaba. Jack se había hecho ilusiones, imaginando que la asiduidad de ella era debida a la búsqueda de su compañía y en su alterado estado, intuía que sus miradas iban impregnadas de inconfesable amor.

Una mañana Alison llamó al bar preguntado si se había dejado un maletín olvidado y Jack aprovechó para apuntar su número de teléfono. La llamó en varias ocasiones colgando cuando ella contestaba, hasta que un día se decidió a enviarle un mensaje.

Alison nunca contestó, ni al mensaje, ni a sus llamadas y se vio tan frustrado que para aliviar su pánico, ingirió una considerable cantidad de whisky y cerveza que le dio un buen susto. Por suerte su compañero de piso llamó a tiempo a la ambulancia. Alison no volvió a la cafetería y Jack no soportaba las interminables mañana sin verla. Al poco tiempo huyó de Cardiff rumbo a Londres, donde empezó a formarse en la Escuela de arte dramático y para pagar sus clases trabajando por las tardes de camarero en un pub cercano a su casa.

En su soledad, Jack se dedicó a meterse en distintos chats para contactar con gente relacionada con el teatro, sobre todo féminas. Decidió venir a Edimburgo atraído por Beitris, una chica con la que chateaba en un foro de Amigos del Festival Internacional. Ella le habló de esa bella ciudad como de un escenario donde el decorado estaba dibujado por su majestuoso castillo, los melancólicos cementerios, los tiestos con flores colgantes a lo largo de sus calles y plazas, las agujas de los edificios góticos… También le habló del amor al teatro que profesaba esta ciudad y de manera muy especial del famoso Festival. Por supuesto en ese foro para más lustre de la ciudad, relucían a menudo los nombres de Sean Connery, Walter Scott, Conan Doyle, Wells…

También le habló de la Taberna Rob Roy, como un sitio mágico para refugiarse durante los abundantes días de lluvia, saboreando una buena pinta de cerveza escocesa y donde las musas visitan a los artistas inspirándoles bellas creaciones.

Después de un año chateando, el tres de agosto,- Jack no puede olvidar la fecha-, quedaron en esa taberna para conocerse y disfrutar del famoso Festival que se inauguraba al día siguiente, pero ella no se presentó y no supo más de su ciber amiga.

–Es mi sino–, concluyó Jack, con una sonrisa triste.

Jack hablaba de sí mismo mientras Lorna dibujaba su boca con una media sonrisa, su mano agarrando la jarra de cerveza y sus melancólicos ojos claros.

Como despedida de la velada, Lorna regaló a Jack los dibujos que le había hecho en el escenario, vestido de rey gordo y presumido y después de intercambiar sus teléfonos quedaron en verse de nuevo. 

A la salida, Jack se despidió de Albert de forma coloquial dejando unas monedas en el mostrador y de Ingrid, una chica rubia y ojerosa que tenía una jarra de cerveza medio llena en la barra, mientras tecleaba vivamente su móvil. El trío formaba parte desde hacía tiempo del paisaje habitual de la taberna.

Albert coloca vasos y platos sobre los estantes mientras habla con Ingrid, comenta algo sobre el tiempo y sobre el último partido del Celtic, aunque ella, más pendiente de su teléfono que de la conversación se muerde el labio con gesto infantil mientras no deja de escribir con sus pulgares.

Ingrid había aparecido por la taberna hacía dos años como ave solitaria, vestida al estilo punk, con una rubia melena con mechones azules, ojos y labios pintados de morado y vestimenta negra. Llegaba sobre las seis de la tarde, se sentaba en uno de los taburetes de la barra y mientras se tomaba una o dos pintas, se ensimismaba con el móvil entre sus piernas, agotando la tarde de esa guisa sin hablar con nadie. Solía llevar un cuaderno donde, garabateaba a menudo y por sus parcas respuestas, Albert sabía que era tímida y algo seca. Sin saber por qué, ella había dejado de ir a la taberna en verano y hasta navidades no volvió.

Albert conoció algo de más de ella por haber leído furtivamente su cuaderno, olvidado una tarde sobre la barra y que le devolvió al día siguiente. Compilaba frases, fotografías, comentarios y poemas. Intuyó que se sentía sola: 'A veces me miro al espejo para sentir que hay alguien en mi habitación'. También descubrió que le gustaba el cine, por las frases escritas ilustradas con unos dibujos a lápiz imitando fotogramas; -'Este puede ser el comienzo de una gran amistad', Casablanca,  'No quiero necesitarte…porque no puedo tenerte', Los puentes de Madison, 'Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños,' Un tranvía llamado Deseo.-               

Supo que asistía a un gran número de actuaciones de teatro y conciertos por las entradas pegadas a las páginas con el nombre de los grupos debajo y que trabajaba como diseñadora por una credencial guardada en la solapa interior, donde se podía leer su nombre completo, Beitris Ingrid Erskine, Graphic Designer, Edinburgh International Festival, junto a varios folletos. Una fecha en rojo, 'tres de agosto', se repetía con frecuencia en las páginas del cuaderno con frases como: '¿Por qué te has ido, mamá?', 'Qué sola me has dejado', 'Te echo de menos'...
Entonces, Albert conoció el motivo de la larga ausencia de la chica.

Albert, huraño y silencioso, lleva unos años detrás de esa barra ornamentada con tiradores de cerámica, toallas de las distintas marcas de cerveza y cajitas de madera con posavasos. Siente como si hubiera estado allí siempre. A menudo le asalta la imagen de sus hijos a los que ve en contadas ocasiones; verano, navidad y alguna que otra semana del año. Su trabajo no le permite viajar a verlos tanto como él quisiera. Aunque hable con ellos todos los sábados por las mañanas, los echa mucho de menos. Cada vez que marca el número de su antiguo hogar una punzada se aloja en su pecho. Aún le duele la ruptura con su mujer y con sus hijos pero está convencido de que después de aquel duro golpe tenía que salir de Cardiff a toda costa.

Recuerda como si hubiera sido ayer, el preciso momento en el que su mundo se tambaleó. Su móvil se había quedado sin batería y cogió el de su mujer de la encimera de la cocina para hacer una llamada. En ese momento oyó la llegada un mensaje y sin pensarlo pulsó la tecla para leerlo: 'Espero impaciente cada día el momento de verte. Me estoy enamorando'.

Después de unas breves y acusadoras palabras por parte de él y la negación más absoluta por parte de ella, dejó su trabajo en el City Stadium y decidió marcharse con ayuda de su hermano Patrick, quien le prestó el dinero para poder pagar el traspaso de la taberna. Después de tanto tiempo aún se pregunta por qué su mujer nunca admitió que tenía un amante y a menudo una eterna duda rondaba por su cabeza ¿Y si fuera verdad lo que le repetía Alison hasta la desesperación? –'Albert, no tengo ningún amante. Te juro por nuestros hijos que no sé quién me ha enviado ese mensaje'.– Pero la evidencia del mensaje lo convencía que ella tenía una aventura.

Lorna ha frecuentado muchas tardes esa taberna y ha escuchado por separado las historias a retazos de Albert, Ingrid y Jack. Conoce el pasado de cada uno de ellos, los nexos que los unen, el daño que se han causado y la desgraciada carambola que los relaciona. La ignorancia y la casuística los sitúa en un aletargado presente, compartiendo ese espacio aromatizado de cerveza donde las palabras son escasas y el dolor queda atrapado en los silencios.

Ella, refugiada en su mesa del rincón, en compañía de sus pinceles, escucha, bebe y observa mientras dibuja y su silencio de gata, los salva a todos de asumir errores para afrontar, sin posible éxito, sus persistentes soledades.

Araceli Míguez,  2014

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