La violinista
Quedan
pocos días para la Navidad, las calles lucen iluminadas de brillantes colores y
la gente pasea de un lado a otro dejándose embaucar por los atrayentes escaparates.
Laia
con gorro de lana, abrigo y guantes sin dedos, hace más de un mes que a diario, mañana y
tarde, en el mismo sitio de la concurrida calle comercial, se aferra a su
violín con los ojos cerrados, ignorando todo lo que discurre a su alrededor y
sus notas inundan el espacio de una armoniosa música que pasa casi desapercibida
para los cientos de personas que recorren la bulliciosa calle. Su cuerpo parece
flotar y mecerse entre esas notas que la transportan a su reciente pasado; al
Teatro de la Ópera Nacional de Sofía, en la esquina de Rakovski y Doundukov,
con su gran fachada compuesta por una bella columnata coronada por un friso con
motivos alegóricos a la liberación de Bulgaria.
Se ve con su violín en su lujoso escenario con un elegante vestido negro, integrada
en la Orquesta Filarmónica de Sofía, interpretando la Rapsodia Búlgara Vardar de Vladigerov que siempre
acababa con una emotiva ovación por parte del público. También acude a su
memoria las veces en las que acompañaba a los grandes intérpretes de ópera de
su país y de otros lugares del mundo, los aplausos del público y de sus
compañeros, las flores, las felicitaciones, las celebraciones a la salida de
los conciertos…
Después
llegó la travesía del desierto. Al
parecer eran muchos los músicos de su país y no había trabajo para todos, y los que trabajaban casi no podían vivir de lo que le pagaban por los conciertos. Estuvo una larga temporada sin que la llamaran para actuaciones ni
espectáculos, salvo en contadas ocasiones. Esta situación la hizo tomar la decisión de viajar a
cualquier otro sitio que le permitiera vivir de su música. Iba a cumplir los
veintinueve años, pensaba que lo que le quedaba en su país era la sombra de una
época dorada y no quería conformarse. España sería su destino, aprovecharía que
había estudiado español en la universidad y lo había practicado en los
intercambios con estudiantes sudamericanos. Le surgió la oportunidad de trabajar en
el lujoso hotel Holiday Inn, por las mañanas de camarera de habitaciones y tres
noches a la semana tocando su violín en el bar-restaurante hasta que al cabo de
unos meses pudo comprar el billete de avión y ahorrar algún dinero para su nueva vida fuera de su país.
Dejar
a su madre y a sus dos hermanas pequeñas fue lo más doloroso; les prometió una y otra vez que sería por
poco tiempo, volvería con dinero suficiente para montar una Escuela de
Música que llevarían entre las tres, les repetía que no se preocuparan porque llevaba una agenda con contactos de muchos músicos que conocía de su
paso por Bulgaria y de varias orquestas españolas. Seguro que en alguna de ellas habría un
puesto de violinista y si no daría clases particulares, y si no tocaría en bodas y celebraciones…
Cuando
despegaba el destartalado avión dejando atrás el Vitosha con su cumbre nevada,
las lágrimas nublaban la vista de su hermosa ciudad de cúpulas doradas y
turquesas, y se repetía con fuerza, como si fuera una promesa
–Volveré,
volveré muy pronto.
En
la calle Central, la más comercial de la ciudad, las notas de una sonata para violín de Bach se
expandían llegando a los oídos, siempre atentos y sensibles de Manu, el
camarero del bar que se mueve como un rabo de lagartija entre los apiñados
veladores, llevando una balanceante bandeja repleta de vasos y botellas.
Desde
que Laia toca frente al bar, Manu ha sentido una sensación difícil de explicar
que achaca a la música y espera ansioso cada día la llegada de la violinista
para que le aligere el corazón y así sobrellevar el trabajo con otro ánimo. Alguna fría
mañana le ha llevado un café y algún bollo y en esos escasos minutos lo único
que ha tenido tiempo de saber de ella ha
sido su nombre y su país de procedencia.
Mientras
sirve los cafés a la impaciente clientela, la música de Laia le hace pensar en
su presente y Manu toma la decisión de
reanudar sus clases de piano, interrumpidas hace casi un año al haber quedado
su padre en paro y no poder contar con la ayuda de su familia. Con su trabajo
tiene lo justo para el alquiler y la manutención, pero está decidido a sacar
algo para sus clases en el conservatorio. Tal vez dando clases en su casa a
alumnos principiantes… Su familia ya ha hecho bastante costeándole sus estudios
de magisterio, los de música y los
preparadores para las oposiciones que aún aprobándolas, no ha conseguido obtener
plaza.
Después
de cerrar el bar, cuando llega a su habitación en un piso compartido, se sienta
frente a su piano e intenta fugarse cabalgando sobre sus teclas. Tiene que
buscar otro trabajo que le permita tocar más a menudo, componer su propia
música de Jazz, subirse a los escenarios e improvisar junto a un saxo y un contrabajo…
Se
lo propone cada día –Tengo que cambiar de vida. Tengo que perseguir mi sueño–
pero pasa el tiempo y sigue en la misma espiral de miedo y desasosiego,
buscando el momento idóneo de dar el salto.
Una
vez cerrados los comercios y el bar, la
calle queda casi desierta, habitada sólo
por los escasos transeúntes que una vez terminado el trabajo, se afanan por aligerar el paso bajo el
derroche de electricidad navideña.
Es
entonces cuando Laia recoge las monedas que han depositado en la funda abierta
de su violín, entra en el supermercado de la esquina de donde suele salir con una
bolsa en la mano y el violín colgado en su espalda, para enfilar el
camino hacia su habitación compartida en un piso de un barrio a las afueras.
Suele
caminar despacio y cabizbaja, enfrentando la realidad de ser ahora una música
callejera, una pedigüeña más, preguntándose qué le deparará esta nueva ciudad,
si en algún momento podrá tocar en esos bellos edificios consagrados a la
música y cuánto tiempo podrá seguir viviendo de las monedas que recoge en sus actuaciones.
Esta noche Manu echa la persiana metálica del bar y mientras cierra los candados, idea las notas que compondrá para poder acompañar con su piano algún día a la violinista. Se da cuenta que ella le ha dado una razón para vislumbrar otros horizontes, para dar un giro a su vida; le apetece estar con ella, tenerla cerca e imagina cómo podría sonar la música si tocaran juntos.
Apresura
el paso con la intención de llegar antes de que cierre el súper, necesita comprar
algo para cenar y fruta. Al llegar a la caja ve a Laia que recoge su compra y se dirige a la puerta del
establecimiento acomodando la bolsa y el violín.
Mientras la saluda con la mano en
su cabeza empiezan a componerse frases e imagina mil maneras para
propiciar una conversación que conlleve un acercamiento a su misteriosa musa.
–Mañana
le pediré que escuche mi música, que toquemos alguna pieza, que formemos un dúo.
Espero que acepte mi propuesta o al menos podamos quedar en algún momento con
los instrumentos…– elucubra Manu
mientras recoge las monedas de su vuelta que le entrega la cajera.
–
¿Mañana? ¿Y por qué mañana?
Apresurando
el paso llega junto a Laia alcanzándola e intentando que su voz
suene clara y segura, carraspea y suelta
la frase que tantas veces ha rondado por su cabeza.
– Me gustaría que pudiéramos tocar algo juntos. ¿Qué me dices?
–¿De
Falla, por ejemplo? contesta Laia con su acento balcánico y una amable sonrisa.
–Por
ejemplo, y espero no fallar, –bromea Manu jugando con las palabras y poniendo
cara de miedo.
La
tenue sombra de los dos cuerpos caminando juntos avanza por la pared de la
calle, como notas en un pentagrama, mientras la noche acoge risas, gestos e
ilusiones en clave de sol.
Araceli
Míguez
2014
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