Ceremonia en el dolmen
Hacía un día soleado aderezado de
una ligera y agradable brisa. El guía había convocado al grupo a las diez de la
mañana en la cafetería Doña Marta para hacer una pequeña ruta campestre y
terminar el paseo con la visita al dolmen de Matarrubilla; uno de los más
antiguos de la Edad del Bronce descubiertos hasta el momento.
El grupo se fue completando y una
vez explicado el itinerario y el programa que iban a seguir, salieron a la
carretera para incorporarse enseguida a una senda ancha perfumada por la yerba
aledaña, moteada de múltiples flores silvestres. Amador, el dirigente y
simpático guía iba dando explicaciones de lo que se veía a uno y otro lado del
camino, comentando que posiblemente estaban en uno de los primeros
asentamientos del neolítico, incidiendo en la morfología del terreno.
Ana, una de las excursionistas,
historiadora de arte, fue enumerando las múltiples estatuillas que se habían
encontrado en la zona y sacó de su bolsillo una cadena de la que colgaba lo que
parecía una réplica de uno de los ídolos antropomorfos, hallado en el lugar
donde se encontraban. Al mostrarlo a los
asistentes el objeto se mantuvo flotando en el aire sin que nadie lo sujetara y
se adelantó al grupo tomando el papel de guía. Ana fue haciendo un ramillete
con las flores que encontraba a su paso, recreándose en sus formas y colores y
murmurando un mantra mientras cortaba sus tallos.
Amador y el resto del grupo siguieron
al objeto que avanzaba precediendo la comitiva, que se adentró en una zona de espesa
vegetación y se paró a la llegada de un claro formado por un círculo de grandes
piedras, donde todos pudieron contemplar la entrada al dolmen. Ana volvió a
coger su talismán y lo colgó de su cuello.
Uno a uno, fueron adentrándose en
el interior de las milenarias piedras, recorrieron un largo pasillo mientras se
escuchaban cánticos aflautados, parecidos al sonido del viento. Cuando llegaron
a la zona circular encontraron una gran piedra rectangular de mármol negro que,
a modo de altar se apoyaba en el suelo.
Ana agarrando el ídolo entre sus
dedos se acercó a piedra negra, depositó el ramillete encima musitando el mismo
mantra que había llevado durante el camino y
procedió ceremoniosa, a tumbarse sobre la piedra.
El resto del grupo hizo un
círculo dejando en medio a Ana tendida con los ojos cerrados sobre el altar,
esparcieron las flores sobre su cuerpo y comenzaron a emitir los mismos sonidos
que emitía la gruta cuando entraron.
La pequeña estatuilla se
desprendió del cuello y comenzó recorrer
el cuerpo de Ana marcando todo su contorno y deteniéndose verticalmente a unos
centímetros de su pubis.
Ana empezó a moverse levemente, poco a poco fue retorciéndose de
forma brusca y sus gemidos se mezclaron con los cánticos de los presentes.
Comenzó a jadear mientras su cuerpo fue
arqueándose cómo el de una contorsionista, hasta lanzar un grito inhumano que
silenció a los congregados.
Al cabo de unos minutos Ana quedó
en silencio, su cuerpo resplandecía, su pelo había adquirido un raro volumen y
en su rostro se adivinaba una placentera y extraña sonrisa.
Tomó entre sus manos la
estatuilla y la volvió a colocar en su cuello mientras los presentes se
arrodillaron ante ella, tocaron su vientre e hicieron un juramento de lealtad a
la nueva diosa Jara y a su venidera estirpe.
Amador también se arrodilló ante
ella inclinando la cabeza, Jara acarició
su rostro y tiró de su brazo para que se levantara, cuando estuvo incorporado
Amador puso su mano sobre la de Jara y simularon amarrarlas con el colgante del
ídolo.
Sin decir ni una palabra, el
grupo se preparó y haciendo una fila salieron del dolmen cantando en susurros y agachando la cabeza
para no tropezar con el techo. Al llegar de nuevo al círculo de piedra de la
entrada, abrieron sus mochilas y comenzaron a sacar piezas de cristal finamente
tallado, preciosos platos sobre los que depositaron viandas y altas copas que
llenaron de un vino tinto aromático y denso.
Brindaron, vertiendo las primeras
gotas de vino a la tierra que pisaban y levantaron sus copas hacia el sol, antes
de mojar los labios; grabaron con lascas de pizarra círculos y rayas en la roca
que servía de mesa, comieron siguiendo cierta liturgia y entonaron algunos
cánticos.
Al cabo de unas horas Amador se
despedía del grupo en la misma cafetería, al llegar a Jara, le besó la mano y
mirándola a los ojos le dijo
–Diosa Jara; no tardes otros
cuatro mil años en volver.
–¿Diosa Jara? contesta ella asombrada,
-Se equivoca usted.
Me llamo Ana y soy historiadora.
Araceli Míguez 2014
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