Hacía tiempo que el viejo caserón
a las afueras del pueblo permanecía abandonado, solitario y altivo entre frondosos
árboles y rodeado de maleza. Se escuchaban muchas leyendas sobre acontecimientos
extraños. Algunas personas contaron que al anochecer se oían gritos, otras que los
animales que se acercaban huían, otras que los árboles susurraban ciertos nombres
cuando hacía viento…
Todos decían que los últimos descendientes de la
familia que habitaron la casa murieron
en raras circunstancias. Yo pasaba con mucha frecuencia por delante de la cancela que daba a un camino de tierra y
siempre me quedaba fascinada contemplando la torre y los muros del caserón que se veían entre los árboles
Debajo de la casa habían
descubierto un dolmen de las mismas características que los ya excavados muy
cerca, pero no se podía abrir al público
por la ubicación del mismo, justo en los cimientos del edificio.
Yo tendría once años cuando los
niños de mi pandilla, en un alarde de hacerse los valientes plantearon ir a la
casa a montarnos en los viejos columpios del jardín.
Un nerviosismo se apoderó de mi durante las horas previas; me sudaban las manos y no podía quitarme de la cabeza las historias que había oído. Pero no quería quedar como una cobarde, así que con la merienda en la mano, me encaminé hacia el cementerio que quedaba de camino al caserón y punto de encuentro de la pandilla para emprender esta aventura.
Un nerviosismo se apoderó de mi durante las horas previas; me sudaban las manos y no podía quitarme de la cabeza las historias que había oído. Pero no quería quedar como una cobarde, así que con la merienda en la mano, me encaminé hacia el cementerio que quedaba de camino al caserón y punto de encuentro de la pandilla para emprender esta aventura.
Hacía frío y corría un aire
desapacible, durante el trayecto todos iban contando las historias que habían
oído y por supuesto las que cada cual se inventaba.
María, mi vecina, una niña de mi
edad, morena de ojos negros y grandes iba caminando muy callada y sin dar
muestras de nerviosismo o temor. Cabizbaja y serena seguía al grupo rezagada,
me volví para gritarle –¡Venga, no te quedes atrás, tenemos que ir todos
juntos!–
Viendo que no me hacía caso y
seguía en su afán de caminar apartada, la esperé para no dejarla sola.
Al llegar junto a me dijo con voz
triste y casi en un susurro –Ella se va a enfadar. No quiere que nadie desconocido vaya por
allí. Tiene miedo que le hagan lo mismo que a la mariposa.
–¿Qué dices María?. ¿Quién es
ella?. ¿De qué mariposa hablas?.
–De la mujer de blanco. Mi padre
cuida la finca y muchas tardes me trae con él y mientras arregla las cosas que
se estropean yo curioseo por la casa. Ella siempre está en la torre. El primer
día que la vi me asusté y salí corriendo pero me pidió que me quedara, que
estaba muy sola. Pasamos juntas muchas tardes y no para de contarme cosas de su vida.
Una vez me contó una triste historia; siendo muy joven se
escapó de casa y se fue a la India con un par de amigos, cuando volvió su padre la metió en un colegio interno en el que
sólo estudiaban los hijos de gente muy rica. Se sentía prisionera y decidió escapar. La
pillaron y su padre la llevó a un psiquiátrico.
Cuando su padre murió y ella volvió a la casa encontró en su dormitorio de la torre, un cuadro en la cabecera de su cama en el que se ve una mariposa blanca y brillante clavada sobre un fondo rojo y en una esquina un sello con un dibujo de la misma mariposa con un matasellos de muy lejos.
Cuando su padre murió y ella volvió a la casa encontró en su dormitorio de la torre, un cuadro en la cabecera de su cama en el que se ve una mariposa blanca y brillante clavada sobre un fondo rojo y en una esquina un sello con un dibujo de la misma mariposa con un matasellos de muy lejos.
Según me contó es de una carta que ella envió cuando se fue a la India para decir que estaba bien. En la parte
trasera del cuadro su padre había escrito “La mariposa blanca nunca volverá a
volar”. Su mayor temor es terminar algún día como la mariposa del cuadro.
Yo tenía un nudo en la garganta y
el miedo me paralizaba las piernas. Al llegar a la cancela e intentar abrir el
cerrojo, un voz masculina nos gritó -¿Quién anda ahí?
Todos salimos corriendo menos
María que cogiéndome de la mano me dijo era su padre que andaba arreglando el
jardín.
Cuando volví a casa me senté
junto a mi abuela y le pregunté por el caserón de la torre y por las historias que se
contaban. Ella, susurrando, me dijo que en
la casa vivía un matrimonio que tenía muy buena posición, fincas, tierras,
dinero y apellidos. Tuvieron una única hija en la que pusieron todas sus
esperanzas pero la joven no aceptaba las reglas que le querían imponer.
Después
de una de sus escapadas su padre en un ataque de furia, la mató clavándole en el corazón una lanza de
una antigua armadura que adornaba la entrada de la casa.
Poco después su madre se suicidó
tomándose un veneno y en unos meses el padre apareció ahorcado, colgado de uno de los frondosos árboles.
La casa la heredaron sobrinos y familiares del matrimonio, pero nadie vive allí.
Y María dice que la joven de
blanco que siempre está en la torre no sabe que, como la mariposa del sello, como la mariposa del cuadro, no
volará nunca más.
Araceli Mïguez, 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario