La carta de Caperucita
Hacía un día
nublado, en la clase de quinto de EGB todos estábamos un poco revueltos e inquietos
porque si llovía no podíamos jugar en el patio y eso era toda una catástrofe a
nuestra edad. Don José, explicaba en la pizarra cómo se hacía un análisis
morfológico y no paraba de añadir trazos de tiza con golpecitos enérgicos
mientras unos y otros nos afanábamos por copiar lo que escribía, a pesar de que el maestro no era precisamente
transparente.
En esas
estábamos cuando aparece por arte de magia un papelito doblado en mi mesa que
yo inmediatamente oculté por puro instinto de supervivencia. Don José usaba un
palo cuadrado y corto de madera que no sé de dónde lo había sacado y aunque yo
era bastante aplicada y atenta, tenía pánico a aquel trozo de madera que era el
terror de la clase. Así que teníamos que andar con mucho cuidado si no
queríamos que el susodicho objeto cayera sobre nuestras palmas, dejando además
del desagradable picor, la vergüenza de ser humillada ante todos los compañeros.
Abrí el papel
con las manos torpes debajo del pupitre y apareció una letra inclinada y una
ilustración de Caperucita roja en una esquina, muy sonriente, con sus trenzas
rubias, capucha roja y cestita en la mano.
La notita decía:
'Eres muy guapa y me gustas mucho'.
Sentí de repente
un rubor a las mejillas que se expandía hasta mis orejas y más allá de la punta del
pelo. No quería ni levantar la vista por si alguien me estaba mirando.
En ese preciso
momento Don José me pregunta por lo que acababa de explicar y debido a mi
estado de alelamiento, no me había enterado de nada. Lo miré con cara de quien
rompe un plato y lo oculta debajo de la alfombra. Irremediablemente me tocó
poner la palma hacia arriba, con cara compungida y suplicante para que se
apiadara de una pobre e indefensa niña que se había despistado de la
explicación y un mayúsculo sonrojo por las miradas de toda la clase
concentradas en mi.
Volví a mi
pupitre con la cabeza gacha y la mano calentita, pensando que había sido lo
menos malo. No quería imaginar la escena si me hubiera pillado el papelito y me hubiera mandado leerlo delante de todos, como había hecho en otras ocasiones con las
notitas interceptadas a mis compañeros.
Cuando regresaba
a casa sólo tenía la imagen de la caperucita que llevaba en el bolsillo y que
en vez de llevar leche y miel, me había traído en su cesta mi primera carta de amor.
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