Juan y Luis han merendado una
onza de chocolate metida en un bollo de pan que les ha regalado Eulalia, la de
la Tienda Nueva. Llevan días observando
cómo muchas mujeres vestidas de negro, llevan flores y otras cosas a las afueras del
pueblo.
Los dos niños las siguen, ven que
cruzan una cancela verde que da a un extraño jardín y entran llevados por la
curiosidad.
Enseguida ven a Virgilio con sus cinco
cabras que han dejado ya parte del jardín con la yerba a ras de suelo.
–¡Juanito, Luis, venid!– les
grita Virgilio desde lo alto de una gran losa de mármol.
–¿Qué haces aquí, Virgi?– pregunta
Luis.
–Me han dicho mis vecinas que
trajera a las cabras para limpiar esto de matojos. ¿Jugamos a los vaqueros y a
los indios? ¡Yo me pido vaquero!– exclama
Virgilio señalando un montículo cerca de la tapia.
– ¡Yo también soy vaquero!– le
sigue Luis.
–¡Y yo, que a los indios siempre
los matan!– dice Juan con enfado.
–Vale, nosotros seremos vaqueros, las cabras, los confederados y con estos palos
haremos los indios,
comenta Virgilio
cogiendo varias calaveras de un montón de huesos, poniéndolas sobre unas cañas y apoyándolas sobre
la tapia.
– ¿Les ponemos yerba y flores a
las cabezas para que parezcan plumas?– pregunta
Luis ilusionado.
–¡Venga!– apoya risueño Juan.
Los tres chavales comienzan a
jugar; simulan llevar un revolver con los dedos índice y pulgar
desplegados, andan abriendo las piernas y se soplan el dedo a cada falso disparo
que lanzan a los supuestos indios corriendo de un lado a otro.
Los confederados, también son
tiroteados y al sonido de –“¡Bang, bang! ¡Muerto!”– se oyen varios
“behehehe”, que indica todo lo contrario.
La tarde se oscurece y los
vaqueros, a su pesar, tienen que dejar la diversión.
–¿Por qué no les ponemos esos
redondeles de flores a los indios que hemos matado?– propone Luis.
–Vale. Toma, ponle todos estos que
hay muchos, contesta Juan entregándoselos.
Al salir, Virgilio se va entre
balidos y campanillas y Luis y Juan salen para el lado contrario sintiendo el
aire frío en sus acaloradas mejillas. Se lo han pasado de miedo.
Al día siguiente, uno de noviembre, Día de los
Difuntos, toda persona que entraba en el cementerio corría despavorida al ver
la fila de cráneos adornados sobre los palos y las muchas coronas de flores de
plástico cubriendo el osario.
La noticia llegó a cientos de
kilómetros a la redonda en sus distintas
versiones:
Que los espíritus del osario mostraban
así su enfadado por estar amontonados, sin tumba, ni lápida, ni nombre.
Que las almas de las tumbas
habían adornado el osario porque les daban pena…
Que habían sido las brujas…
Que era cosa del diablo...
Mientras, las almas de aquel
cementerio, contentas porque los niños habían jugado con sus inútiles huesos y habían
disfrutado de la compañía infantil, dejaban escapar una sonrisa en forma de
media luna que desde la oscuridad de la noche iluminaba aquel extraño y temido jardín.
Basada en una historia vivida por mi padre.
Primer finalista
Concurso El día de los Difuntos. 2016.
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