jueves, 3 de octubre de 2019

La sonrisa de la Luna





Juan y Luis han merendado una onza de chocolate metida en un bollo de pan que les ha regalado Eulalia, la de la Tienda Nueva.  Llevan días observando cómo muchas mujeres vestidas de negro, llevan flores y otras cosas a las afueras del pueblo.

Los dos niños las siguen, ven que cruzan una cancela verde que da a un extraño jardín y entran llevados por la curiosidad.

Enseguida ven a Virgilio con sus cinco cabras que han dejado ya parte del jardín con la yerba a ras de suelo.

–¡Juanito, Luis, venid!– les grita Virgilio desde lo alto de una gran losa de mármol.

–¿Qué haces aquí, Virgi?– pregunta Luis.

–Me han dicho mis vecinas que trajera a las cabras para limpiar esto de matojos. ¿Jugamos a los vaqueros y a los indios?  ¡Yo me pido vaquero!– exclama Virgilio señalando un montículo cerca de la tapia.

– ¡Yo también soy vaquero!– le sigue Luis.

–¡Y yo, que a los indios siempre los matan!–  dice Juan con enfado.

–Vale,  nosotros seremos vaqueros,  las cabras, los confederados y con estos palos haremos los indios,
 comenta Virgilio cogiendo varias calaveras de un montón de huesos, poniéndolas sobre unas cañas y apoyándolas sobre la tapia.

– ¿Les ponemos yerba y flores a las cabezas para que parezcan plumas?–  pregunta Luis ilusionado.

–¡Venga!– apoya risueño Juan.

Los tres chavales comienzan a jugar; simulan llevar un revolver con los dedos índice y pulgar desplegados, andan abriendo las piernas y se soplan el dedo a cada falso disparo que lanzan a los supuestos indios corriendo de un lado a otro.

Los confederados, también son tiroteados  y  al sonido de –“¡Bang, bang! ¡Muerto!”– se oyen varios “behehehe”, que indica todo lo contrario.

La tarde se oscurece y los vaqueros, a su pesar, tienen que dejar la diversión.

–¿Por qué no les ponemos esos redondeles de flores a los indios que hemos matado?– propone Luis.

–Vale. Toma, ponle todos estos que hay muchos, contesta Juan entregándoselos.

Al salir, Virgilio se va entre balidos y campanillas y Luis y Juan salen para el lado contrario sintiendo el aire frío en sus acaloradas mejillas. Se lo han pasado de miedo.

Al día siguiente, uno de noviembre, Día de los Difuntos, toda persona que entraba en el cementerio corría despavorida al ver la fila de cráneos adornados sobre los palos y las muchas coronas de flores de plástico cubriendo  el osario.

La noticia llegó a cientos de kilómetros a la redonda  en sus distintas versiones:

Que los espíritus del osario mostraban así su enfadado por estar amontonados, sin tumba, ni lápida, ni nombre.

Que las almas de las tumbas habían adornado el osario porque les daban pena…

Que habían sido las brujas…

Que era cosa del diablo...

Mientras, las almas de aquel cementerio, contentas porque los niños habían jugado con sus inútiles huesos y habían disfrutado de la compañía infantil, dejaban escapar una sonrisa en forma de media luna que desde la oscuridad de la noche iluminaba aquel extraño y temido jardín.

Basada en una historia vivida por mi padre.

Primer finalista Concurso El día de los Difuntos. 2016.

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