Me acuerdo de la frescura en mi
cara hundida en el agua recién sacada del pozo en un cubo metálico.
Me acuerdo del aire frío de las
tardes de invierno cortando mis acaloradas mejillas cuando corría en mi calle
jugando con la panda a perseguirnos.
Me acuerdo del olor de los
arcoíris, de la tierra recién mojada por los inesperados chaparrones, del miedo
a las tormentas.
Recuerdo la voz de mi madre
cantando por Concha Piquer y Marifé de Triana.
Me acuerdo de las papas fritas
con huevo que me hacía mi abuela Manuela.
Recuerdo las postales con
muñequitas pintadas con vestidos de telas en relieve que me enviaba mi tío
Marcelo desde San Sebastián.
Me acuerdo del sabor de los polos
de canela que vendía Clara, de las tardes en las que se hacían en la casa de mi
abuela lebrillos de matas doblás, pestiños, roscos…
Me acuerdo de las siestas en
verano sobre una manta y una sábana sobre el suelo.
Me acuerdo de mi primera
bicicleta roja brillante; me pasé toda la noche levantándome para verla por la
ventana de mi habitación para asegurarme que no estaba soñando.
Me acuerdo de la casita de
ladrillos y ventanas de madera que me hizo mi padre; cabíamos dentro un montón
de niños de pie; era la envidia de las
niñas de mi calle.
Me acuerdo de mi abuela
dormitando en su mecedora en la penumbra de una estancia que olía a melón.
Me acuerdo de los crujidos de
“soberao” de la casa de mis abuelos; en las noches de invierno parecía que
alguien subía por las escaleras.
Me acuerdo de la niñez de mi
madre, le pedí tantas veces que me contara cómo era ella cuando era pequeña que
me acuerdo de su infancia; ella me ha
contando su historia a retazos y yo la he cosido como una pieza de pathwork.
Me acuerdo del chispazo que sentí
cuando me rozó la mano un niño y no me refiero a la electricidad estática.
Me acuerdo de las historias de
miedo que contábamos las noches de tormentas en la casa de mi tía Estrella
alrededor de una mesa de camilla, caldeadas por el calor de un brasero de cisco
y alhucema.
Me acuerdo de los vestidos que me
hacía mi tía Rocío a mi hermana y a mí, eran preciosos y cada domingo de resurrección
a primera hora de la mañana venía mi prima a traerlos para que los
estrenáramos.
Recuerdo un vestido blanco de piqué con circulitos de colores, falda de
capa y mangas de farol que estrené un domingo de ramos, no sé cómo se manchó de alquitrán nada más
salir de casa y no hubo manera de quitarlo.
Recuerdo el sombrajo de mi abuelo
Marcelo en las noches de verano.
El sombrajo de tu abuelo.
La Luna redonda y blanca
iluminaba el melonar en una noche de verano a las afueras del pueblo.
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