lunes, 20 de abril de 2020

Noche en la estación


La de vieja Atocha, una estación de tren más bella que un jardín ...




No había nada que hacer;  la única cosa era resignarme a pasar la noche en la sala de espera de la estación. Había planeado un largo y placentero  fin de semana que se desmoronaba ante mí de forma irremediable.

Era jueves por la noche y el viernes festivo. Bajé la persiana metálica de la librería antes de la hora habitual de cierre y corrí a casa a recoger la maleta. El tren salía a las diez de la noche y no era tanta la distancia que teníamos que recorrer, como el tráfico que nos encontraríamos en hora punta.

No había tenido tiempo de tomar ni un bocado. Agradecí que mi hija, además de llevarme en coche, metiera en mi bolso unas barritas de frutos secos y unas galletas.

Al llegar, casi sin aliento, me encuentro con mis planes chafados; una huelga ferroviaria y sin saber cuándo saldría el próximo tren a Madrid.

Ya en la estación, con la maleta a cuesta y el fastidio instalado en el ánimo me apropio de una mesa en la cafetería para descansar mientras me tomo un café. Saco el libro electrónico del bolso y busco alguna lectura con la que entretenerme, mientras espero que nos comuniquen la hora de salida próximo tren, confiando en que no tarden mucho y pueda aprovechar algo del este fin de semana largo, que con tanta ilusión había planeado con mi amiga Almudena.

La cafetería se va llenando de pasajeros con cara de fastidio que van ocupando los distintos asientos hasta que no queda ninguna mesa libre.

Intento enfrascarme en el último libro de la franco-marroquí  Saphia Azzeddine, Mi padre es la señora de la limpieza, cuando alguien me interrumpe:

 –Perdone. ¿Puedo sentarme en esta silla? Es la única que queda libre. Si no le importa…

Me incomoda la situación, pero lo cierto es que todos estamos en fase de espera y la cafetería está llena, por lo que le contesto afirmativamente con un movimiento de cabeza.

Sigo leyendo y sorbiendo el café, mientras capto la imagen del hombre que tengo en frente. Lleva vaqueros y camiseta celeste, y al tiempo que se sienta se quita una cazadora de piel marrón. Sobrepasa la treintena, rostro aniñado y pelo castaño muy cuidado que cae sobre sus ojos, dando un aspecto rebelde a unas facciones algo cuadradas.

Una vez acomodado, pone sobre la mesa una tableta, donde empieza a deslizar su índice de un lado a otro y de arriba abajo, centrando en el artilugio toda su atención. Ha pedido una botella de agua al camarero y deja unas monedas en la mesa cuando le traen la nota.

Me relajo y vuelvo a retomar a Polo, el adolescente y malhumorado protagonista de mi libro y así transcurre un tiempo. Un movimiento inesperado hace que se tambalee la botella que mi acompañante ha pedido, derramando un poco de agua sobre la mesa. Él, con un movimiento rápido la agarra para que no caiga y me pide disculpas por el pequeño accidente.

–Perdón, ¿Se ha mojado? Tenga una servilleta. Lo siento mucho.
–No ha sido nada, no se preocupe– le digo con una forzada sonrisa.
–Por favor, no me hable de usted; me llamo Yago– me dice tendiéndome la mano.
–Soy Martina– contesto, estrechando con suavidad la mano tendida. 

Iniciamos una conversación sobre la huelga de trenes, el tiempo, los planes chafados… mientras hemos quitamos las cosas de la mesa y él haciendo acopio de servilletas de papel seca las gotas esparcidas.

–Soy de Santiago y estoy ultimando mi especialidad de odontología maxilofacial. Terminé hace  unos años la carrera pero al no encontrar nada allí decidí seguir estudiando. Me viene a esta ciudad porque la conocía. Desde pequeño he venido de vacaciones a la finca de unos familiares en El Puerto. Me encanta el sol, tomar cañas en las terrazas en pleno invierno y ver este cielo azul más de la mitad del año; cosa difícil en mi tierra. Voy a ver a mi familia aprovechando este puente del Día de Andalucía.

–Eso siempre viene bien. Volver al hogar, los mimos de nuestra madre, las juergas con los amigos… Tu ciudad es preciosa y universalmente conocida gracias a la leyenda de vuestro mítico apóstol. No te ofendas, pero yo creo que todo es puro cuento, pero os lo habéis montado genial para atraer al turismo. Aunque las veces que he ido, el servicio de hostelería deja mucho que desear– le comento con gesto de entendida en la materia.

–Tienes razón. Me he informado y quieren hacernos creer cuentos que no tienen nada que ver con la realidad. El camino se cree que tiene un sentido de viaje interior. Antes se cruzaba de punta a punta la Península y el camino llegaba hasta Finisterre. También se cuenta que tiene que ver con el Juego de la Oca, símbolo del dios egipcio Geb, que representa la tierra, la sabiduría de lo femenino y la espiritualidad. Se ha escrito que la espiral del juego esconde claves cabalísticas y de los caballeros templarios. ¡Cómo me enrollo!  La brasa que te estoy dando. Y es cierto que para la cantidad de turistas y peregrinos que hay siempre, el servicio no es tan ágil y eficiente como aquí. ¡Pero mujer, por lo que más quieras, no hables mal de mi ciudad, que de algo hay que vivir y mientras sigan viniendo peregrinos, los compostelanos podremos ir tirando! –

El acento gallego al hablar de su tierra se acentúa y da un ritmo cadencioso a sus palabras.

–Hay otros motivos que me impulsaron a dejar la ciudad– dice cambiando de tono.

Noté su silencio como una petición a que le mostrara algún interés por saber de su vida, así que claudiqué

–¿Y se pueden saber esos motivos?– pregunté intentando que no se notara  mi curiosidad.

–Rompí con Tensi, mi novia, después de cinco años juntos y me dejó muy tocado. No quería cruzarme con ella, ni encontrármela por la ciudad. Eso era difícil teniendo el mismo círculo de amigos que frecuenta los mismos lugares. Santiago es una ciudad pequeña y todos los colegas nos movemos por la misma zona de vinos. Me engañó con Jorge, mi amigo y compañero de Facultad, con el que muchas noches estudiaba los exámenes y del que jamás me lo hubiera esperado.  Parece que estaban enamorados desde hacía tiempo y decidieron decírmelo antes de tener el más mínimo roce. Eso dicen. Esperaban que lo comprendiera y que valorara su lealtad. ¡Cabrones! Hubiera preferido enterarme de otra manera, quizás para tener motivos de darle un puñetazo y romperle la cara a Jorge,  pero en ese plan... ¿Qué haces? Yo asumí los cuernos, la traición y el dolor por partida doble y eché a correr.

–Pero no te engañaron. Al menos te lo dijeron, creo que fueron honestos– replico.

–¡No me digas que encima les voy a tener que dar las gracias!, ¡O carallo! – exclama sarcástico. 

–Y entonces te viniste huyendo de las miradas y cotilleos. No pudiste afrontar que tu novia te hubiera dejado. !Qué vergüenza! –le reprendo con una mueca dramática.

–No era para menos. Decidí largarme y empezar de nuevo, conocer a otra gente, aunque he cambiado mucho desde entonces. Ahora trabajo tres días a la semana en una cínica dental privada que me paga mal y toco el saxo los fines de semana en el Black-Jazz, no sé si lo conoces pero te invito a que vengas un viernes o sábado por la noche y me dejes destrozarte los tímpanos– concluyó sonriendo y bebiendo un sorbo de agua.

–Ahora ilústrame sobre ti– Me espetó mirándome a los ojos, cruzando los brazos, inclinándose hacia mí y ocupando la mitad de la mesa.

–No sé qué contarte. Me queda poco para el medio siglo. Tengo una pequeña librería con algo de papelería que llevamos entre mi hija y yo. Ella ha terminado la carrera de psicología, aunque siempre está liada haciendo cursos, un máster, prácticas y voluntariados varios. Hace siete años que estoy divorciada y me propongo pasar el fin de semana en Madrid. Me gusta ver las novedades editoriales, hablar con mi amiga Almudena, a la que veo muy poco y con la que compartí piso durante dos años y disfrutar de la capital. Recorro calles y plazas que me recuerdan mi juventud malasañera o las noches espitosas de Huertas o los bajos de Orense; esta última con algunos años más. Todavía Almudena y yo seguimos frecuentando algunos garitos que siguen abiertos después de treinta años. Acabo de enviarle un whatsapp para decirle que hay huelga de trenes y que la avisaré cuando sepa cuando salgo.

–De Malasaña, pasando por la marcha de Orense a una librería en Cádiz ¡Vaya salto! ¡Creo que te has dejado mucha información en el camino!–exclama divertido, haciendo un recorrido con la mano de una punta a otra de la mesa.

– Es información confidencial– replico a modo de parapeto.

–Ya que te mueves entre libros y como me gusta leer, aunque reconozco que el género policiaco es el que más me tira. ¿Qué me recomiendas que sea bueno?

– Creo que podría gustarte las novelas policiacas de Petros Márkaris, perteneciente a su Trilogía de la crisis y su protagonista, el Comisario Kosta Jaritos. El último que leí fue “Con el agua al cuello”, y me encantó. Además de la escabrosa trama, ofrece un fiel retrato de la decrépita sociedad griega actual. Es un avance de lo que ya estamos viviendo en España.

– Si lo tienes en tu librería ya tienes un nuevo cliente. Me tienes que decir dónde está, así me paso y me vas poniendo al día en este género.

La conversación discurre en ese rincón, ahora sobre literatura, con un bullicio alrededor que casi nos obliga a acercar nuestras cabezas para oírnos, posición que Yago aprovecha para retirar el pelo de mis ojos, deteniendo sus dedos en mi mejilla, en una clara señal de seducción.

Yo me echo hacia atrás con un movimiento impulsivo, intentando evitar que me toque y azorada, fijo mi vista en el libro electrónico.

Seguimos en silencio durante un buen rato, yo con un pellizco en el estómago y él mirando a los tableros de llegadas y salidas que se ven a través de los cristales.

–¿A qué hora crees que saldrá el próximo tren?, ¿Lo han dicho?–pregunta Yago con gesto impaciente.

–No, pero creo que si nos tienen aquí más tiempo sin darnos una solución voy a anular mi viaje. Estoy entumecida de estar tanto tiempo sentada.

Yago propone que ponga mis piernas sobre sus rodillas para masajear las pantorrillas y aliviar el hormigueo. Me niego y lo acuso de loco y atrevido. El insiste y busca con sus manos debajo de la mesa hasta colocarlas como había indicado, iniciando un masaje suave con los nudillos desde los tobillos hasta las corvas.

–Oye, déjate de tonterías que podrías ser mi hijo. ¿Cuántos años tienes?– le pregunto intentando parecer enfadada, aunque en realidad, estoy entre divertida y asombrada con mi atrevida postura, mientras siento sus manos presionando mis piernas.

–¿Importa mucho la edad? ¿Es que no tenemos bastante con la vida que nos roban a diario? ¿No crees que nos merecemos algo más que insatisfacción, frustración e imposición?, ¿Es que podemos elegir nuestra vida?, ¿Acaso no nos putean y nos reprimen ya bastante como para hacerlo nosotros mismos?  Ahora estamos aquí, no sabemos qué pasará dentro de una hora. Aprovechemos la casualidad, el momento, la atracción que sentimos… Esta energía casi eléctrica que hemos desatado nos está diciendo que conectamos.

Con la boca abierta, como pillada en un renuncio, lo miro asombrada. –¡No te cortas un pelo, guapo!, ¡Vaya entrada!, ¡Pero si no hace ni dos horas que nos conocemos!–

Le digo que voy a salir al andén a estirar las piernas, quiere acompañarme pero le pido que se quede en la mesa y aclaro que prefiero ir sola.

Paseo por la estación y los alrededores. He dejado la maleta en la cafetería. Me pregunto por qué no la he traído conmigo, así podría salir corriendo sin dar explicaciones. Se me pasa por la cabeza  que cuando regrese no va a estar ni Yago, ni mi maleta. No sé que me fastidia más, si parecer presa fácil para un embaucador, o tener tanta reticencia a lanzarme a vivir lo que se me ofrece.

Sigo en mis cavilaciones cuando veo a Yago con su bolsa al hombro y arrastrando mi maleta dirigirse a mí, mientras por el altavoz se anuncia que el próximo tren a Madrid tiene su salida en dos horas.

Nos sentamos en un banco de la sala de espera.

–¡Serán las cinco de la mañana cuando salga el tren!– Exclamo horrorizada, con el cuerpo dolorido y no sabiendo que postura poner.

–¿Ves? Lo que te decía; Ahora estamos en la estación, dentro de unos momentos en el tren y en unas horas cada uno en su destino. Y habremos perdido la oportunidad que nos ha brindado este encuentro de conocernos un poco más y disfrutar juntos. Hemos comprobado que también nuestros cuerpos se han comunicado en su singular lenguaje. ¿Vamos a dejar que pase este tren? Me dice meloso cogiendo mi mano y mirándome a los ojos con cara de niño bueno, al más puro estilo Brat Pitt.

–¡Peculiar modo de ligar el tuyo!  ¿Tienes complejo de Edipo o algo parecido? No sé si piensas que estoy muy desesperada o el desesperado eres tú. En cualquier caso, vas de niñato descarado.

–Mira Martina, tengo treinta y seis años, los dos somos adultos, tenemos un tiempo precioso por delante y estamos vivos. Te propongo que viajemos hasta Madrid compartiendo asientos y en el trayecto decides si quieres que pasemos el fin de semana juntos. Si decides que no, yo sigo mi camino hasta Santiago.

Siento que el suelo da vueltas, mis esquemas están haciéndose añicos y lo que al principio me parecía una idea absurda y descabellada, empieza a ser atractiva y excitante.

Yago al verme dudar me besa y pone el brazo sobre mi hombro. Mis dudas se disipan. No necesito llegar hasta Madrid.
Carpe diem.


Araceli Míguez
Febrero 2014


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