viernes, 10 de abril de 2020

El arroz con leche de la abuela Manuela






La luz entra por la puerta de la cocina que da a un patio donde lucen, presumidas y ufanas algunas flores de begonia de distintos tonos rojizos y anaranjados.

Los ingredientes esperan pacientemente sobre la limpia encimera de mármol blanco, se ordenan dispuestos en distintos cuencos y platos con dibujos de flores, paisajes bucólicos y algún descascarillado que indica sus años de servicio.

Mi abuela Manuela, a diario se pone su delantal de cuadritos blancos y negros con un bolsillo delantero semejante a la chistera de un mago. Cualquier cosa que le pidiera estaba en ese misterioso lugar; una gomilla para el pelo, una canica, un lápiz, hasta un pañuelo siempre limpio y presto para limpiarme la nariz.  

Recuerdo una vez que jugando a rodar por un barranco aterricé en una chumbera y se me clavaron púas hasta en el cielo de la boca. Ella primero me quitó las más grandes con unas pinzas pero tenía millones de puyas pequeñas martirizando toda mi piel. Me metió en una caldera de cinc con agua muy caliente, echó unos polvitos que sacó de su mágico delantal, según me dijo era para desinfectar el agua, y me mantuvo en remojo horas y horas, cambiando agua fría por caliente a cada rato. Consiguió que esa noche aunque con los dedos más arrugados que una uva pasa pudiera dormir.

Los rayos que entran a través del cristal se detienen en su blanco pelo, recogido en un sempiterno roete que cuando lo deshace para peinarse me asombra por su largura; hasta la cintura llega su escasa melena que sólo veo en su alcoba, durante el ritual precedente a meterse en la cama o en las primeras horas cuando el reloj tempranero le avisa que toca acicalarse para comenzar otro duro día.

Mientras ultima los preparativos y repasa murmurando, enumera y comprueba que no falta nada para elaborar el rico postre que se dispone a cocinar. En otro lado de la encimera, ya tiene las papas cortadas que reposan tranquilas soltando el turbio almidón en una cazuela con agua y sal. También están prestos los lustrosos huevos que esa mañana ha ido a recoger al corral de Mateo que terminarán en un caliente baño de aceite de oliva comprado a granel en la almazara de la Hacienda Tilly y acabarán saliendo del perol vestidos con encajitos.

Piensa en su nieta que viene a comer y le encanta su traviesa cara radiante de felicidad cuando ve que su comida favorita la espera. Zalamera y alocada, no dejará de decirle con la alegría y el alboroto que la caracteriza, lo rica que está y lo que le gusta comer en su casa.  

Recuerda todo lo vivido pero no quiere hablar de ello porque la memoria le duele más que las articulaciones. Su experiencia y su pasado moldearon una mente abierta, atea y crítica. También la amargura y la paciencia han hecho de ella una mujer sabia, sosegada y amable.

Con las manos limpias, arremangándose hasta el codo, comienza a cantar bajito 'Dime dónde vas morena, dime dónde vas salada, dime dónde vas morena a las tres de la mañana...' mientras pone la leche a calentar a fuego lento y sonríe imaginando el alboroto que se formará cuando entre como un torbellino 'el tabardillo' -así me llamaba el abuelo- y perciba el singular y delicioso aroma del postre.

Poco a poco va echando en la leche cada uno de los ingredientes en el orden que a ella le gusta y como lo había visto desde siempre hacer a su madre y a su abuela, con lentitud y precisión, dejando que cada uno expanda su aroma y sabor en el momento adecuado.

A menudo acuden a su memoria recuerdos que nublan sus ojos; todas las muertes, las torturas, las desapariciones, las sacas, los insultos, las miradas despectivas, el miedo hasta en el tuétano, el hambre, las delaciones, los escondidos, los del monte, las rapadas, los de la cuerda...Pero se dice cada mañana que eso quedó atrás aunque el brazo perdido de su marido se lo recuerde a diario.

Los granitos de arroz juegan entre el níveo líquido, disfrutando del colorido amarillo y naranja de las cortezas de los cítricos que rompen la monótona blancura e impregnan con su olor y sabor la pócima.

La leche, contenta por ser la anfitriona de tan perfumados y agradecidos invitados va creando sin descanso su fino velo de nata que le es reincorporado una y otra vez mediante el movimiento rotatorio y lento del cucharón de madera.

Manuela está toda la mañana de un sitio para otro, haciendo la compra, vendiendo los huevos de Mateo a las vecinas de la calle y cruzando el pueblo varias veces para encontrar lo que necesita. No sabe estar en su casa porque desde muy  pequeña estuvo trabajando en el campo. Y de mayor las cosas se pusieron tan difíciles que la calle era su habitat natural.

La rama de canela, consciente de su importancia se deja pasear como una reina en este carrusel festivo y acompasando, chocando con los elementos cítricos en cada vuelta, impulsados de forma reiterada por el incansable utensilio en la vieja cacerola, siguiendo el ritmo de una melodía transmitida a través de las mujeres de muchas generaciones atrás.

Sus largos y frecuentes recorridos con andares cansados denotan que no tiene costumbre de estar quieta. No quiere estar encerrada para que sus fantasmas no la pillen sola y desprevenida. Vuelve a casa con lo necesario para ese día y el tiempo suficiente para hacer la comida con calma. Después, en su mecedora dormita unos minutos y retoma la tarde con nuevos paseos y obligaciones.

El azúcar, invisible y discreta se deshace e impregna con su dulzura la cremosa mistura. Sabe esperar su gran momento y se imagina en esa delicia relamida por sus destinatarios, grandes y pequeños, que en ese momento serán un poco más felices. 

Ella, con una familia que alimentar y su marido, manco por una metralla, en la cárcel por rojo, las pocas tierras confiscadas, el estigma de republicana, no casada por la iglesia y con tres hijos cuyos nombres no dejaban lugar a dudas; Germinal, Prosperidad y Aurora Boreal, no tuvo más remedio que dedicarse al estraperlo.

La pizca de sal, aunque pequeña e invisible reclama un poco de atención, sabe que tiene la importante función de impregnar del dulzor de su oponente culinaria a todos los miembros del grupo, sobre todo a los granitos de arroz que cada vez están más crecidos y presumidos.

Su pequeña Aurora murió con ocho años de leucemia mientras su marido seguía prisionero. Tuvo que afrontar sola esta horrible pérdida y seguir buscando el sustento para sus otros dos hijos y para llevar a su hombre comida y tabaco a la cárcel. Cada dos o tres días, recorría junto a otras mujeres  del pueblo diez kilómetros de ida y los mismos de vuelta, dejando a cargo de la casa a su hija menor y mandando a su hijo a trabajar donde pudiera conseguir algún dinero.

El ritual giratorio dura largo tiempo y una vez apagado el fuego todos los ingredientes se han fundido en un dulce, aromático y cremoso abrazo, contentos de haber dado lo mejor de sí mismos y conocedores de que sabrán transmitir, además de su rico sabor, la virtud de la paciencia, una canción maternal milenaria, el cariño de la mujer que lo ha hecho posible y su historia.

A través de las bocas degustadoras, el manjar con su textura y aroma llega a los recovecos más ocultos de las almas convertido en una placentera sensación que queda grabada en la memoria en forma de amor recibido.

Araceli Míguez. Abril de 2020


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