Mara salió de casa de prisa, como
era habitual en ella, con el bolso en la mano, buscando las llaves, una galleta
en la boca a medio masticar, y el maletín con los documentos de trabajo
sujetado a duras penas entre la barbilla y el hombro; en la otra, la pequeña mano de una niña de unos tres años,
muy rubia y pizpireta, con una mochila rosa a la espalda.
Mientras se dirigía a su coche
aparcado frente a la casa sonó su móvil, descargó todos los bártulos sobre el
capó del vehículo mientras rebuscaba las llaves del coche en sus bolsillos.
Todas las mañanas se juraba que
sería más ordenada y que administraría mejor el tiempo, sólo que llegaba tan
cansada que se le olvidaba hasta la siguiente mañana.
– Si, Marcos, dime.
– Tienes que recoger a tu jefe en
el aeropuerto.
– No puedo, de verdad que no,
tengo que dejar a Celeste en la guardería y me coge en dirección opuesta. ¡Que coja
un taxi!
– Mara, sus órdenes han sido muy
claras: que vayas a recogerlo, porque os
vais juntos a una reunión con un
importante promotor.
– No sé cómo me lo voy a montar… Bueno…, ya veré. Voy para allá
Ayudó a la niña a subir y le
ajustó el cinturón dándole un beso mientras pensaba si le daría tiempo a
llevarla primero a la guardería o la dejaba con su madre que vivía a dos
manzanas.
Optó por llamar a su madre para
avisarle que le dejaba a su nieta pero no le respondía; –estará dormida aún –
se dijo sin mucha convicción, sabía que era muy madrugadora.
Puso en marcha el vehículo y
aparcó en doble fila, delante de un bloque blanco con las ventanas azules,
llamó al timbre pero nadie abría. Abrió con sus llaves mientras dejaba a
Celeste en el coche y subió apresurada al segundo piso, obviando el ascensor.
Entró llamando a viva voz a su madre y dirigiéndose al dormitorio la encontró
en la cama inmóvil, con los ojos cerrados y hecha un ovillo. La tocó y respiró
tranquila, estaba viva pero su cuerpo no respondía: Nerviosa y angustiada marcó
el teléfono de emergencias sanitarias y bajó a buscar a Celeste.
Con horror comprobó que su coche
no estaba. Miró a ambos lados de la calle y aterrorizada empezó a correr en una
dirección y luego en la otra; le faltaba el aire en los pulmones y lo único que
se le ocurrió fue gritar –¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Policía!–
Un joven con gafas se paró a
preguntarle y Mara balbuceando no atinaba a explicarse
– ¡Mi hija ha desaparecido! ¡Por
favor, ayúdeme! ¡Llame a la policía! Estaba en un coche rojo… Mi madre está
arriba.., no se mueve… Viene ya una
ambulancia. Quédese aquí, es en el segundo derecha.
– Está bien, la ayudaré, cálmese.
Llamaré a la policía.
El móvil suena de nuevo, lo mira;
es su jefe.
– Perdona Pedro pero me es
imposible recogerte; mi hija ha desaparecido, mi madre está inmovilizada… No sé
cómo voy a salir de esta.
– Mara, deja de inventar excusas
y vete inmediatamente para las oficinas de Promociones Turísticas del Sur. Yo
llegaré en taxi en veinte minutos.
– De verdad Pedro, no puedo.
Créeme. Te dejo, viene la ambulancia y la policía.
El médico le dice que tiene los síntomas
de un ictus, pero hay que hacer pruebas.
La policía le pide que los acompañe a la comisaría, siente en sus
miradas y gestos que la están acusando de imprudencia al dejar a una niña sola
en un vehículo y nota el halo de una amenaza; puede perder a su hija por su
conducta.
Mara se siente ofuscada y
confusa, cree que es una horrible pesadilla, que no puede ser real todo lo que
le está pasando. No quiere, no puede
derrumbarse. Tiene que encontrar a su hija antes que nada. Ese es su único
objetivo.
Una policía la coge del codo y le
dice que se vaya al hospital, que si hay alguna novedad sobre su hija la
localizarán de inmediato, pero ella se resiste a abandonar la comisaría. En su
interior duda que se estén movilizando, y que a ellos les preocupe encontrar a
su pequeña. Perdiendo los nervios comienza a gritar mientras las lágrimas
resbalan sin contención.
– ¡¿Es que no lo entienden?! ¡Es
mi hija. Mi vida entera! ¡Por favor,
encuéntrenla! Mi madre está atendida por los médicos pero mi hija estará
sola, asustada, desprotegida...
Mientras ella sigue gritando un
policía se acerca y le comunica que han encontrado a su hija. Está en el depósito
donde la grúa lleva los vehículos que obstaculizan el tráfico y que en breve la
llevarán a la comisaría.
Mara se abraza a la mujer policía
y le pide que la lleven rápido a ese depósito, pero el agente la tranquiliza
diciendo que ya está en camino, y que en veinte minutos tendrá a su hija con
ella.
La asistente la informa que han
llamado del hospital y su madre está respondiendo al tratamiento; está
consciente aunque tiene paralizada la parte izquierda del cuerpo. Necesitará
rehabilitación.
Mara se sienta en un banco en un
pasillo sin dejar de llorar con las manos cubriendo la cara; ahora ya no sabe
ni porqué, sólo siente su garganta anudada y una culpa que inunda todo su ser.
– ¿Cómo he podido dejar a Celeste sola en el
coche?
Siente una mano que le presiona
el hombro y al quitar sus manos de la cara ve a su jefe de pié junto a ella.
– ¿Cómo te encuentras?
– Ahora mejor. Espero que me
traigan a mi hija. Por un momento lo he perdido todo. Estoy de vuelta del
infierno. No sé si me perdonaré algún día.
– Mara, te advertí cuando te quedaste embarazada que
ser madre soltera iba a ser muy duro.
– Te equivocas Pedro, tener a
Celeste es lo mejor que me ha pasado. No me arrepiento ni un segundo. Y tú
¿Cómo llevas lo de ser un padre ausente?
Araceli Míguez.
Noviembre 2013.
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